Como ya explicara Rafael Lemkin cuando dio a luz al término en la Europa de los años 40, el Genocidio ha sido una constante a lo largo de la Historia. [1] Lemkin protagonizó una campaña internacional para convencer a las naciones del Mundo de la necesidad de concebir nueva legislación específicamente en contra del horrendo crimen. El resultado llegó en 1948 con la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y el Castigo del Crimen de Genocidio. [2] Un instrumento gestionado por la ONU que serviría como guía para que el Consejo de Seguridad pudiera ejercer su papel de policía global. Sin embargo, factores políticos y económicos siguen interponiéndose a la aplicación de la Justicia, un problema crónico en cuanto a la aplicación de la legislación internacional a través del sistema de las Naciones Unidas se refiere. Tal fue el caso en la Ruanda de 1994, que se sumergió en el más profundo de los infiernos ante la desinteresada mirada de la comunidad internacional y su inoperante Consejo de Seguridad, mientras más de 800.000 civiles eran masacrados en tan sólo cuatro meses. Análisis y contra-análisis intentaron explicar la cadena de errores y manipulaciones geopolíticas que imposibilitaron la intervención de las Naciones Unidas; desde el exceso de burocracia, la falta de un ejército permanente al servicio de la ONU o el supuesto desinterés expreso de los Estados Unidos en involucrarse de nuevo en un conflicto africano tras su fracasada intervención en la Somalia de 1991. [1] [3]
En pleno siglo XXI, el espectro del Genocidio asoma ahora de nuevo. Los Rohingya, minoría musulmana de Myanmar (antigua Birmania), huyen a la desesperada. Debido al bloqueo informativo ejercido por el gobierno, incluyendo la prohibición de entrada a periodistas, la información es escasa. Pero la ONU constata que hasta 300.000 civiles habrían cruzado desde el pasado 25 de Agosto la frontera con Bangladesh con la esperanza de que la nación más pobre del mundo pueda protegerles del exterminio. Se contabilizan al menos 400 civiles muertos, entre ellos mujeres y niños, a lo que hay que sumar numerosos testimonios sobre atrocidades. [4] El actual ataque contra los Rohingya, descendientes de comerciantes árabes musulmanes que se asentaron en la región a principios del siglo VII, es la continuación de una larga historia de severa discriminación y persecución por parte del régimen birmano, que data desde al menos 1948. [1] Un reciente informe de las Naciones Unidas cita “terribles violaciones sistemáticas de los derechos humanos” de los Rohingya, actos que perfectamente podrían ganarse la denominación de “crimen contra la Humanidad”. [5] [6] [7]
Dadas las circunstancias, sorprende sobremanera el aparente desinterés, de nuevo, de la comunidad internacional. Estas son las claves que pueden contribuir a explicarlo:
Frágil democratización
Desde 2011, Myanmar se encuentra en pleno proceso de democratización tras seis décadas de feroz dictadura militar. [8] Aung San Suu Kyi, histórica líder de la oposición que sufrió décadas de exilio y arresto, es ahora la presidenta del país. A pesar de ello, el ejército mantiene el poder del 25% del parlamento por mandato constitucional, además de una serie de ministerios clave. La fragilidad del proceso es percibida y temida tanto dentro como fuera de Myanmar, lo que provoca cierta ansiedad a la hora de condenar la actitud del ejército, incluso en un caso de limpieza étnica “de libro”, como recientemente ha señalado la ONU. [5] Tanto Suu Kyi como las potencias que apoyaron su lucha, principalmente Estados Unidos y Reino Unido, parecen preferir la estabilidad del gobierno a usar su influencia para alterar la conducta del ejército. [9]
Relaciones comerciales
La estabilidad política ha dado paso a un florecimiento económico que suscita el interés de varias potencias extranjeras en una carrera por hacerse con los recursos naturales y el acceso al mercado de Myanmar. China parte con ventaja, al contar con una importante presencia comercial que ha ido en aumento en la última década. Los chinos se han esforzado en mantener una fluida y cordial relación con el gobierno de Myanmar a través del ejército para evitar un aumento de la influencia de Occidente desde 2011. Los intereses chinos se centran en el acceso al Índico para el transporte de gas, evitando el Estrecho de Malacca y las costas vietnamitas, y en mantener un consistente papel geopolítico hegemónico en el Sudeste Asiático. [11] [12] Además de poner en peligro su relación con el gobierno, una condena del genocidio Rohingya podría atraer la crítica de la comunidad internacional debido a las situaciones de represión en el Tibet, o contra minorías musulmanes Uigures en la provincia de Xinjiang. [13] [14]
Comercio armamentístico y relaciones militares
Pero no sólo China se encuentra en una posición comprometida en su relación con el ejército birmano. Dado el creciente interés comercial, los Estados Unidos decidieron levantar el embargo a la importación de armamento, lo que ha llevado a fomentar fluidas relaciones militares con el país. [15] A los factores económicos y militares se une la constante ambigüedad birmana en sus relaciones internacionales, siempre buscando el mejor socio dependiendo de las circunstancias, en ocasiones contraponiendo los intereses de Occidente y China. A su vez, China no reduce su influencia al ámbito de la diplomacia tradicional y el comercio, sino que se aprovecha de los numerosos conflictos existentes en Myanmar ejerciendo una influencia directa sobre ellos para ganar poder negociador. Una influencia que se traduce en ocasiones en apoyo armamentístico y logístico indirecto a grupos armados enfrentados al gobierno. [12]
Seguridad nacional y conflicto global
Quizá la creciente complicidad entre el ejército birmano y el estadounidense sea lo que ha inspirado a Aung San Suu Kyi a la hora de explicar su sorprendente silencio sobre el potencial genocidio Rohingya. Dado su pasado de defensora de los Derechos Humanos, que le llevó ni más ni menos que a recibir el Nobel de la Paz, muchos en la comunidad internacional se muestran decepcionados. Suu Kyi se adhiere a la narrativa contra el terrorismo islámico, acuñando la necesidad de mantener Myanmar seguro ante una supuesta yihad declarada por los Rohingya. [6] El argumento es cuando menos sorprendente, no ya por la total desconexión entre los Rohingya y el terrorismo islámico de alcance global, sino por intentar usar esta teórica amenaza sobre la seguridad nacional para justificar crímenes contra la Humanidad cometidos por el ejército de su gobierno. [5] Tal retórica se contrapone a las posturas de rechazo a la represión contra los Rohingya expresada por los gobiernos de Malasia, Turquía , Irán y Arabia Saudí entre otros, estableciendo una inusual tensión en las relaciones internacionales birmanas con países musulmanes. [16] [17] [18] [19] La reciente aparición de un video protagonizado por el auto-proclamado Ejército de Salvación Arakan Rohingya (ARSA en sus siglas en inglés) declarando la guerra al ejército de Myanmar, facilita la narrativa anti-yihad. [20] [21] Sin embargo, la creación del ARSA no es sino una respuesta armada de una minoría dentro de la etnia Rohingya como resistencia a décadas de represión, que no encaja en la estrategia de elementos subversivos de corte islamista como el ISIS o Al-Qaeda.
En cualquier caso, la incapacidad de la comunidad internacional para actuar aplicando la legislación e instrumentos disponibles para evitar el genocidio es síntoma de una enfermedad crónica: por encima de los Derechos Humanos siguen primando los intereses nacionales. Esta obviedad debiera haber sido vencida hace ya mucho. La creación de las Naciones Unidas suponía precisamente la existencia de legislación e instituciones que por primera vez obligaban legalmente a los estados a respetar los derechos humanos, incluso si eso llevaba a violar la sacrosanta soberanía nacional. La legislación internacional es poderosa en su narrativa, pero aún débil en su aplicación. En todo caso, el que no esté siendo aplicada por la fuerza no significa que no tenga la fortaleza de la ley, de la validez y de la legitimidad. Si bien los esfuerzos de Lemkin no consiguieron erradicar totalmente el genocidio, al menos nos dio una palabra que lanzar a la cara de los criminales, una palabra que expone las vergüenzas de la comunidad internacional, sometida sin remedio al ineludible juicio de la Historia.